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cerró el libro, lo cual era una señal para que la congregación siguiera adelante sin su ayuda.A continuación de las notas murientes de “Jubileo”, Zeebo dijo:
 –En aquel lejano país de delicias eternas, al otro lado del río luminoso.
Verso por verso, las voces siguieron con sencilla armonía hasta que el himno terminó en unmelancólico murmullo.Yo miré a Jem, que estaba mirando a Zeebo por el rabillo del ojo. Tampoco yo lo consideraba posible; pero ambos lo habíamos oído.Entonces el reverendo Sykes suplicó al Señor que bendijese a los enfermos y a los que sufrían,acto que no se diferenciaba de los hábitos de nuestra iglesia, excepto que el reverendo Sykessolicitó la atención de la Divinidad hacia varios casos concretos.En su sermón, el reverendo denunció sin tapujos el pecado, explicó austeramente el lema de la pared de su espalda; advirtió a su rebaño contra los males de las bebidas fuertes, del juego y demujeres ajenas. Los contrabandistas de licores causaban sobrados contratiempos en los Quarters, pero las mujeres eran peores. Como me había pasado con frecuencia en mi propio templo, otra vezme enfrentaba con la doctrina de la Impureza de las Mujeres que parecía preocupar a todos losclérigos.Jem y yo habíamos oído el mismo sermón un domingo y otro, con una sola variante. Elreverendo Sykes utilizaba su Púlpito con más libertad para expresar sus opiniones sobre losalejamientos individuales de la gracia: Jim Hardy había estado ausente de la iglesia durante cincodomingos, sin encontrarse enfermo; Constance Jackson tenía que vigilar su comportamiento: estabaen grave peligro por pelearse con sus vecinas; había levantado el único muro de odio de la historiade los Quarters.El reverendo Sykes concluyó su sermón. Puesto de pie al lado de una mesa enfrente del púlpito,reclamó el tributo de la mañana, un procedimiento que a Jem y a mí nos resultaba extraño. Uno trasotro, los fieles desfilaron dejando caer monedas de cinco y de diez centavos en un cazo esmaltadode café. Jem y yo seguimos el ejemplo, y recibimos un tierno: –Muchas gracias, muchas gracias –mientras nuestras monedas tintineaban.Con gran sorpresa nuestra, el reverendo Sykes vació el cazo sobre la mesa y rastrilló lasmonedas hacia la palma de su mano. Luego se irguió y dijo: –Esto no es bastante, hemos de reunir diez dólares. –La congregación se agitó–. Todos sabéis para qué: Helen no puede dejar a sus hijos para irse a trabajar mientras Tom está en la cárcel. Sitodos dan diez centavos más, los tendremos... –El reverendo Sykes hizo una señal con la mano yordenó con voz fuerte a algunos del fondo de la iglesia–: Alec, cierra las puertas. De aquí no nadiehasta que tengamos diez dólares.Calpurnia hurgó en su bolso y sacó un monedero de cuero ajado. –No, Cal –susurró Jem, cuando ella le entregaba un brillante cuarto de dólar–, podemos poner nuestras monedas. Dame la tuya, Scout.La atmósfera empezaba a cargarse, y pensé que el reverendo Sykes quería arrancar a su rebañola cantidad requerida bañándolos en sudor. Se oía el chasquear de los abanicos, los pies restregabanel suelo, los mascadores de tabaco sufrían lo indecible.El reverendo Sykes me dejó pasmada diciendo: –Carlos Richardson, no te he visto subir por este pasillo todavía.Un hombre delgado, con pantalones caqui, subió y depositó una moneda. De los fieles se
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levantó un murmullo de aprobación. Entonces el reverendo Sykes dijo: –Quiero que todos los que no tenéis hijos hagáis un sacrificio y déis diez centavos por cabeza.De este modo reuniremos lo preciso.Lenta, penosamente, se recogieron los diez dólares. La puerta se abrió y un chorro de aire tibionos reanimó a todos. Zeebo leyó, verso por verso,
 En las tempestuosas orillas del Jordán,
y elservicio se dio por concluido.Quería quedarme a explorar, pero Calpurnia me empujó hacia el pasillo, delante de ella. En la puerta del templo, mientras Cal estuvo hablando con Zeebo y su familia, Jem y yo charlamos con elreverendo Sykes. Yo reventaba de deseos de hacer preguntas, pero determiné que esperaría y dejaríaque me las contestase Calpurnia. –Hemos tenido una satisfacción especial al verles aquí –dijo el reverendo Sykes–. Esta iglesiano tiene mejor amigo que el padre de ustedes.Mi curiosidad estalló. –¿Porqué recaudaban dinero para la esposa de Tom Robinson? –¿No ha oído el motivo? –preguntó el reverendo–. Helen tiene tres pequeñuelos y no puede ir atrabajar... –¿Cómo no se los lleva consigo, reverendo? –pregunté.Era costumbre que los negros que trabajaban en el campo y tenían hijos pequeños los dejasen encualquier sombra mientras ellos trabajaban; generalmente los niños estaban sentados a la sombraentre dos hileras de algodón. A los que por edad no podían estar sentados, las madres los llevabanatados a la espalda al estilo de las mujeres indias, o los tenían en sacos.El reverendo Sykes vaciló. –Para decirle la verdad, miss Jean Louise, Helen encuentra dificultad en hallar trabajo estosdías... Cuando llegue la temporada de la recolección, creo que míster Link Deas la aceptará. –¿Por qué no lo encuentra, reverendo?Antes de que él pudiera contestar, sentía la mano de Calpurnia en mi hombro. Bajo su presión,dije: –Le damos las gracias por habernos dejado venir.Jem repitió la frase, y emprendimos el camino de nuestra casa. –Cal, ya sé que Tom Robinson está en el calabozo y que ha cometido algún terrible delito, pero,¿por qué no quieren contratar a Helen los blancos? –pregunté.Calpurnia caminaba entre Jem y yo con su vestido de vela de barco y su sombrero de tubo. –Es a causa de lo que la gente dice que ha hecho Tom –contestó–. La gente no desea tener nadaque ver con ninguno de familia. –Pero, ¿qué hizo, Cal?Calpurnia suspiró. –El viejo míster Bob Ewell le acusó de haber violado a su hija y le hizo detener y encerrar en lacárcel... –¿Míster Ewell? –Mi memoria se puso en marcha–. ¿Tiene algo que ver con aquellos Ewell quevienen el primer día de clase y luego se marchan a casa? Caramba, Atticus dijo que eran la basuramás sucia; jamás había oído hablar a Atticus de nadie como hablaba de los Ewell. Dijo...
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 –Sí, aquéllos son. –Pues bien, si en Maycomb todo el mundo sabe qué clase de gente son los Ewell deberíancontratar a Helen de muy buena gana... ¿Y qué es violar, Cal? –Es una cosa que se la tendrás que preguntar a míster Finch –contestó–. El sabrá explicártelamejor que yo. ¿Tenéis hambre? El reverendo ha prolongado mucho el servicio esta mañana; por logeneral no es tan aburrido. –Es lo mismo que nuestro predicador –dijo Jem–. Pero, por qué cantáis los himnos de aquellamanera? –¿Verso por verso? –preguntó Calpurnia. –¿Así lo llaman? –Sí, lo llaman verso por verso. Se hace de este modo desde que yo recuerdo.Jem dijo que parecía que podían ahorrar el dinero de las cuestaciones durante un año e invertirlocomprando unos cuanto libros de himnos.Calpurnia se puso a reír y explicó: –No serviría de nada. No saben leer. –¿No saben leer? –pregunté– ¿Toda aquella gente no sabe leer? –Esta es la verdad –afirmó Calpurnia, apoyando las palabras con un movimiento de cabeza–. En“Primera Compra” no hay más que cuatro personas que sepan leer... Yo soy una de ellas. –¿Dónde fuiste a la escuela, Cal? –inquirió Jem. –En ninguna parte. Veamos ahora... ¿quién me enseñó lo que sé? La tía de miss MaudieAtkinson, la anciana miss Buford.
 –¿Tan
vieja eres? –Soy más vieja que míster Finch, incluso. –Calpurnia sonrió–. Sin embargo, no sé con certezacuán vieja soy. Una vez nos pusimos a rememorar, tratando de adivinar los años que tenía... Sólorecuerdo unos años más del pasado que él, de modo que no soy mucho más vieja, sobre todoteniendo en cuenta el hecho de que los hombres no recuerdan tan bien como las mujeres. –¿Cuándo es tu cumpleaños, Cal? –Lo celebro por Navidad, de este modo uno se acuerda más fácilmente... No tengo un verdaderocumpleaños. –Pero, Cal –protestó Jem–, no pareces tan vieja como Atticus, ni mucho menos. –La gente de color no acusa la edad tan pronto –explicó ella. –Acaso sea porque no saben leer. Cal, ¿a Zeebo le enseñaste tú? –Sí, míster Jem. Cuando él era niño, ni siquiera había escuela. De todos modos le hice aprender.Zeebo era el hijo mayor de Calpurnia. Si alguna vez me hubiese detenido a pensarlo, habríasabido que Calpurnia estaba en sus años maduros: Zeebo tenía hijos a la mitad del crecimiento; peroes que nunca lo había pensado. –¿Le enseñaste con un abecedario, como nosotros? –pregunté. –No, le hacía aprender una página de la Biblia cada día, y había un libro con el que miss Bufordme enseñó a mí... Apuesto a que no sabéis de dónde lo saqué –dijo.
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 No, no lo sabíamos. –Vuestro abuelo Finch me lo regaló –dijo Calpurnia. –¿Eras del Desembarcadero? –preguntó Jem–. Nunca nos lo habías contado. –Lo soy, en efecto, ster Jem. Me cralabajo, entre la Mansn Buford y elDesembarcadero. He pasado mis días trabajando para los Finch o para los Buford, y me trasladé aMaycomb cuando se casaron tu papá y tu mamá. –¿Qué libro era, Cal? –Los
Comentarios,
de Blackstone.Jem se quedó de una pieza. –¿Quieres decir que enseñaste a Zeebo con
aquello?
 –Pues si, señor, míster Jem. –Calpurnia se llevó los dedos a la boca con gesto tímido–. Eran losúnicos libros que tenía. Tu abuelo decía que míster Blackstone escribía un inglés excelente. –He ahí por qué no hablas como el resto de ellos –dijo Jem. –¿El resto de cuáles? –De la gente de color. Pero en la iglesia, Cal, hablabas como los demás...Jamás se me había ocurrido pensar que Calpurnia llevase una modesta doble vida. La idea deque tuviese una existencia aparte fuera de nuestra casa, era nueva para mí, por no hablar del hechode que dominara dos idiomas. –Cal –le pregunté–, ¿por qué hablas el lenguaje negro con... con tu gente, sabiendo que no está bien? –Pues, en primer lugar, yo soy negra... –Esto no significa que debas hablar de aquel modo, sabiéndolo hacer mejor –objetó Jem.Calpurnia se ladeó el sombrero y se rascó la cabeza; luego se caló cuidadosamente sobre lasorejas. –Es muy difícil explicarlo –dijo–. Supón que tú y Scout habláseis en casa el lenguaje negro;estaría fuera de lugar, ¿no es verdad? Pues, ¿qué sería si yo hablase lenguaje blanco con mi gente,en la iglesia, y con mis vecinos? Pensarían que me había dado la pretensión de aventajar a Moisés. –Pero, Cal, tú sabes que no es así –protesté. –No es necesario que uno explique todo lo que sabe. No es femenino... Y, en segundo lugar, a lagente no le gusta estar en compañía de una persona que sepa más que ellos. Les deprime. Notransformaría a ninguno, hablando bien; es preciso que sean ellos mismos los que quieran aprender,y cuando no quieren, uno no puede hacer otra cosa que tener la boca cerrada, o hablar su mismoidioma. –Cal, ¿puedo ir a verte alguna vez?Ella me miró. –¿Ir a venme, cariño? Me ves todos los días. –Ir a verte a tu casa –dije–. Alguna vez después del trabajo Atticus podría pasar a buscarme. –Siempre que quieras –contestó–. Te recibiremos con mucho gusto.Estábamos en la acera, delante de la Mansión Radley.
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 –Mira aquel porche de allá –dijo Jem.Yo miré hacia la Mansión Radley, esperando que vería a su ocupante fantasma tomando el sol enla mecedora. Pero estaba vacía. –Quiero decir nuestro porche –puntualizó Jem.Miré calle abajo. Enamorada de sí misma, erguida, sin soltar prenda, tía Alexandra estabasentada en una mecedora, exactamente igual que si se hubiera sentado allí todos los días de su vida.
Capítulo 13Capítulo 13
 –Pon mi maleta en el dormitorio de la fachada, Calpurnia –fue lo primero que dijo tíaAlexandra. Y lo segundo que dijo, fue–: –Jean Louise, deja de rascarte la cabeza.Calpurnia cogió la pesada maleta de tía Alexandra y abrió la puerta. –Yo la llevaré –dijo Jem. Y la llevó. Después oí que la maleta hería el suelo del dormitorio conun golpe sordo. Un ruido revestido de la cualidad de una sorda permanencia. –¿Ha venido de visita, tiíta? –pregunté.Tía Alexandra salía pocas veces del Desembarcadero para venir a visitarnos, y viajaba con toda pompa. Tenía un “Buik” cuadrado, verde brillante, y un chofer negro, ambos conservados en unestado de limpieza poco saludable, pero aquel día no los veía por ninguna parte. –¿No os lo dijo vuestro padre? –preguntó.Jem y yo movimos la cabeza negativamente. –Probablemente se le olvidó. No ha llegado todavía, ¿verdad? –No, generalmente no regresa hasta muy entrada la tarde –respondió Jem. –Bien, vuestro padre y yo decidimos que ya era hora de que pasara algún rato con vosotros.En Maycomb “un rato” significaba un período de tiempo que podía oscilar entre tres días ytreinta años. Jem y yo nos miramos. –Ahora Jem crece mucho y tú también –me dijo–. Decidimos que a los dos os convenía recibir alguna influencia femenina. No pasarán muchos años, Jean Louise, sin que te interesen los vestidosy los muchachos...Yo habría podido replicar con varias respuestas: “Cal es una mujer”, “Pasarán muchos añosantes de que me interesen los muchachos”, “Los vestidos no me interesarán nunca”. Pero guardésilencio. –¿Y tío Jimmy? –preguntó Jem– ¿Vendrá también? –Oh, no, él se queda en el Desembarcadero. Conservará la finca en marcha.En el mismo momento en que dije: –¿No le echará usted de menos? –comprendí que no era una pregunta con tacto. Que tío Jimmyestuviera presente o ausente no implicaba una gran diferencia; tío Jimmy nunca decía nada. TíaAlexandra pasó por alto la pregunta. No se me ocurrió ninguna otra cosa que decirle. Lo cierto es que nunca se me ocurría nada quedecirle, y me senté pensando en conversaciones pretéritas, y penosas, que habíamos sostenido:“¿Cómo estás, Jean Louise?”, “Perfectamente, gracias, señora, ¿como está usted?”, “Muy bien,gracias. ¿Qhas hecho todo este tiempo?”, “¿No haces nada?”, “No”, “Tendrás amigos,
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ciertamente”, “Sí”, “Bien, ¿pues qué hacéis todos juntos?”, “Nada”.Era evidente que tiíta me creía en extremo obtusa, porque una vez oí que le decía a Atticus queyo era tarda de comprensión.Detrás de todo aquello había una historia, pero yo no quería que tía Alexandra la sacase a floteen aquel momento: aquel día era domingo, y en el Día del Señor tía Alexandra se mostraba positivamente irritable. Me figuro que se debía a su corsé de los domingos. No era gorda, aunque símaciza, y escogía prendas protectoras que elevasen su seno a una altura de vértigo, le redujeran lacintura, pusieran de relieve la parte posterior y lograran dar idea de que en otro tiempo tíaAlexandra fue una figurita de adorno. Desde todos los puntos de vista, era una cosa estupenda.El resto de la tarde transcurrió en medio de la suave melancolía que desciende cuando se presentan los parientes, pero la tristeza se disipó cuando oímos entrar un coche en el paseo. EraAtticus que regresaba de Montgomery. Jem, olvidando su dignidad, corrió conmigo a su encuentro.Él le cogió la cartera y maleta, yo salté a sus brazos, percibí su beso vago y seco, y le dije: –¿Me traes un libro? ¿Sabes que tiíta está aquí?Atticus respondió a ambas preguntas afirmativamente. –¿Te gustaría que viniese a vivir con nosotros?Yo dije que me gustaría mucho, lo cual era una mentira, pero uno debe mentir en ciertascircunstancias... y en todas las ocasiones en que no puede modificar las circunstancias. –Hemos creído que hacía tiempo que vosotros, los pequeños, necesitábais... Ea, la cosa está así,Scout –dijo Atticus–, tu tía me hace un favor a mi lo mismo que a vosotros. Yo no puedo estar aquítodo el día, y el verano va a ser muy caluroso. –Sí, señor –respondí, sin haber entendido ni una palabra de lo dicho. No obstante, se me antojaba que la aparición de tía Alexandra en la escena no era tanto obra deAtticus como de ella misma. Tiíta tenía la manía de sentenciar qué era “lo mejor para la familia”, ysupongo que el venir a vivir con nosotros entraba en esta categoría.Maycomb le dio la bienvenida. Miss Maudie Atkinson preparó un pastel tan cargado de licor que me embriagó; miss Stephanie Crawford le hacía largas visitas, que consistían principalmente enque miss Stephanie movía la cabeza para decir: “Oh, oh, oh”. Miss Rachel, la de la puerta de allado, retenía a tía Alexandra a tomar el café por las tardes, y míster Nathan Radley llegó al extremode subir al porche de la fachada y decirle que se alegraba de verla.Cuando estuvo definitivamente acomodada con nosotros y la vida recobró su ritmo cotidiano, pareció como si tía Alexandra hubiese vivido siempre en nuestra casa. Los refrescos con queobsequiaba a la Sociedad Misionera se sumaron a su reputación como anfitriona. (No permitía queCalpurnia preparase las golosinas requeridas para que la Sociedad aguantase los largos informessobre los Cristianos de arroz
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). Se afilió al Club de Escribientes de Maycomb y pasó a ser lasecretaria del mismo. Para todas las reuniones, que constituían la vida social del condado, tíaAlexandra era uno de los pocos ejemplares que quedaban de su especie: tenía modales de yatefluvial y de internado de señoritas; en cuanto salía a relucir la moral en cualquiera de sus formas,ella la defendía; había nacido en caso acusativo; era una murmuradora incurable. Cuando tíaAlexandra fue a la escuela, la expresión “dudar de sí mismo” no se encontraba en ningún libro detexto; por lo tanto, ignoraba su significado. Nunca se aburría, y en cuanto se le ofrecía la menor oportunidad ejercitaba sus prerrogativas reales: componía, aconsejaba, prevenía y advertía.
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En los EE.UU. llaman "Cristianos de arroz" a los chinos y japoneses que se convierten por las raciones de arrozque reparten las misiones, o por gozar de otras ventajas. (N. del T.)
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    Belen Guzmana year ago
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    Amé a Mister Aticcus pero al final me enamore de Boo Radley!! =]....feliz como una lombriz