Harper LeeMatar a un ruiseñor
–¿Qué, señor? –Yo nunca fui a la escuela –dijo–, pero tengo la impresión de que si le dijese a miss Carolineque leemos todas las noches, la tomaría conmigo, y no quisiera que me persiguiese a mí
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Aquella noche Atticus nos tuvo en vilo, leyéndonos con aire grave columnas de letra impresasobre un hombre que sin ningún motivo discernible se había sentado en la punta de un asta de bandera, lo cual fue razón suficiente para que Jem se pasase todo el domingo siguiente encima de lacaseta de los árboles. Allí estuvo desde el desayuno hasta la puesta del sol y habría continuado por la noche si Atticus no le hubiese cortado el aprovisionamiento. Yo me había pasado la mayor partedel día subiendo y bajando, haciendo los encargos que me ordenaba, proveyéndolo de literatura,alimento y agua, y le llevaba mantas para la noche cuando Atticus me dijo que, si no le hacía eso,Jem bajaría. Atticus tuvo razón.
Capítulo 4Capítulo 4
El resto de mis días en la escuela no fueron más propicios que los primeros. Consistieron,ciertamente, en un proyecto interminable que se transformó lentamente en una Unidad, por la cualel Estado de Alabama gastó millas de cartulina y de lápices de colores en un bien intencionado, peroinfructuoso esfuerzo por inculcarme Dinámica de Grupo. Hacia el final de mi primer año, lo queJem llamaba el Sistema Decimal de Dewey dominaba toda la escuela, de modo que no tuve ocasiónde compararlo con otras técnicas de enseñanza. Lo único que podía hacer era mirar a mi alrededor:Atticus y mi tío, que tuvieron la escuela en casa, lo sabían todo; al menos, lo que uno no sabía losabía el otro. Más aún, yo no podía dejar de pensar en que mi padre había pertenecido durante añosa la legislatura del Estado, elegido cada vez sin oposición, aun ignorando las regulaciones que mismaestras consideraban esenciales para la formación de un buen Espíritu Ciudadano. Jem, educadosobre una base mitad Decimal mitad Dunceap, parecía funcionar con eficacia solo o en grupo, peroJem no servía como ejemplo; ningún sistema de vigilancia ideado por el hombre habría podidoimpedirle que cogiera libros. En cuanto a mí, no sabía nada más que lo que recogía leyendo larevista
Time
y todo lo que, en casa, caía en mis manos, pero a medida que iba avanzando conmarcha penosa y tarda por la noria del sistema escolar del Condado de Maycomb, no podía evitar laimpresión de que me estafaban algo. No sabía en qué fundaba mi creencia, pero me resistía a pensar que el Estado quisiera regalarme únicamente doce años de aburrimiento inalterado.Mientras transcurría el año, como salía de la escuela treinta minutos antes que Jem, que sequedaba hasta las tres, pasaba por delante de la mansión Radley tan de prisa como podía, sin pararme hasta haber llegado al refugio seguro del porche de nuestra fachada. Una tarde, cuando pasaba corriendo, algo atrajo mi mirada, y la atrajo de tal modo que inspiré profundamente, mirécon detención a mi alrededor, y retrocedí.En el extremo de la finca de los Radley crecían dos encinas; sus raíces se extendían hasta laorilla del camino, accidentando el suelo. En uno de aquellos árboles había una cosa que me llamó laatención.De una cavidad nudosa del tronco, a la altura de mis ojos precisamente, salía una hoja de papelde estaño, que me hacía guiños a la luz del sol. Me puse de puntillas, miré otra vez, rápidamente, ami alrededor, metí la mano en el agujero, y saqué dos pastillas de goma de mascar sin su envolturaexterior.Mi primer impulso fue ponérmelas en la boca lo más pronto posible, pero recordé dónde estaba.Corrí a casa, y en el porche examiné el botín. La goma parecía buena. Las husmeé y les encontré buen olor. Las lamí y esperé un rato. Al ver que no me moría, me las embutí en la boca. Era“Wrigley’s DoubleMint” auténtico.
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